Hay libros que no solo cuentan una historia, sino que nos devuelven a la raíz misma del acto de leer. El infinito en un junco (2019), de Irene Vallejo, es uno de ellos. Con una prosa luminosa y erudita, la autora zaragozana teje un viaje fascinante por la historia del libro en el mundo antiguo, desde los rollos de papiro de Alejandría hasta la invención del códice y la expansión del saber por el Mediterráneo.
Si aún no has leído, te aviso: tienes entre tus manos algo más que un manual de historia académico; ojo, tampoco es un ensayo. El libro de Irene Vallejo es, ante todo, una declaración de amor por los libros, por quienes los escriben, los copian, los esconden o los salvan de las llamas. La autora mezcla la erudición clásica con la emoción íntima del lector que se sabe heredero de miles de años de palabras. Su narración salta con naturalidad de los copistas griegos a Borges, de los mitos homéricos a los profesores que nos marcaron, de Cleopatra a su propia infancia en Zaragoza.
El resultado es un texto que emociona tanto como enseña: una obra que rescata la memoria del libro como objeto y como símbolo de resistencia frente al olvido. Irene Vallejo logra algo difícil: convertir la filología en un acto poético y político. Cada página celebra la fragilidad y la permanencia del conocimiento, la “epopeya del libro” que, como ella misma dice, es también “una historia de fantasmas, de los que escriben y de los que leen”.
Además, hay mucho de ella en cada página: recuerdos, confidencias, una mirada íntima sobre la lectura y el consuelo que los libros le han ofrecido. Ese tono confesional, a veces casi poético, dota al texto de una calidez poco habitual en la divulgación, y hace que leerlo sea un placer estético, casi físico, de esos que obligan a subrayar y releer.
Se le puede reprochar que su estilo, a veces exuberante, puede resultar demasiado lírico para quienes prefieren un ensayo más sobrio o académico. Y es que Vallejo se deja llevar por la emoción (y esa es parte de su encanto), pero en algunos pasajes la erudición y la belleza del lenguaje compiten por el protagonismo, ralentizando la lectura. Además, tiene una visión idealizada del mundo clásico, en la que los libros parecen casi milagrosamente salvados del olvido, con menos atención a los contextos sociales o materiales de su transmisión.
Aun así, incluso esas “imperfecciones” son coherentes con el espíritu del texto: El infinito en un junco no busca ser un tratado, sino una elegía, una carta de amor al libro. Y como toda carta apasionada, se permite la emoción por encima de la precisión.
En su defensa apasionada del libro, Irene Vallejo convierte la filología en arte y el conocimiento en un acto de amor. El infinito en un junco se lee como una novela y se recuerda como un viaje: un homenaje a quienes escriben, leen y mantienen viva la palabra.